viernes, 4 de diciembre de 2009

Sinestesias, por Manuel Ribera

Solemos hablar de los sentidos como si fuesen órganos o sistemas que trabajasen independientemente unos de otros, como si cada sentido fuera un mundo cerrado en sí. Hay, empero, una unidad básica que los une a todos, a veces en forma de sinestesia y otras veces como una facilitación o inhibición mutuas.

Las impresiones de los diferentes sentidos se diversifican las unas de las otras por el contenido, pero pueden asemejarse por la forma. El mejor ejemplo de formas idénticas con diversos contenidos quizá nos lo proporcione un ritmo, el cual, independientemente de que sea visual, auditivo o táctil, puede conservar su identidad. Por otra parte, cuando queremos describir las diferencias que se dan entre las cualidades de un sentido particular, empleamos con frecuencia adjetivos que son más propios de las de otro sentido. Así, podemos usar una palabra-sonido para describir la visión como cuando hablamos de la armonía del colorido o de rojos «chillones». También describimos sonidos y colores con palabras propias para hablar de temperaturas o de olores, como cuando hablamos de un «cálido» jazz, de «fragantes» nocturnos, de tonos «fríos», etc. Y nos referimos a sabores calientes, frescos, picantes... y a olores dulces o ácidos.

Alrededor de cinco por ciento de la gente asegura ver uno o varios colores siempre que oye algún sonido. Blake, Shelley, Keats, Rossetti, Poe, Swinburne, Meredith, Browning y otros poetas manifiestan esta propensión a la sinestesia. Por ejemplo, Poe presenta como movimientos las imágenes visuales: «canciones que van flotando» y «flotantes lamentos». Shelley convierte el sonido en olor:

Música tan delicada, intensa y suave que penetraba cual aroma en los sentidos

Keats habla de las cualidades gustativas y táctiles del sonido: «Y saborea la música de aquella pálida visión»; «Un aterciopelado cántico estival». Las experiencias sinestésicas se producen naturalmente o pueden ser el resultado de ingerir drogas o de accesos febriles.

Esas seguridades de tanta gente que mencionábamos hace un momento ¿se reducen en realidad a usos figurados del lenguaje, o es posible que los colores, los sonidos, los olores y temperaturas, y las experiencias táctiles de lo suave o lo húmedo tengan alguna relación con otras experiencias sensibles? Desde luego que en muchos casos se recurre a la descripción metafórica, pero ¿se acaba aquí la cuestión que nos ocupa? Tal vez los sentidos participen todos de algunos factores que les sirven de base común, en parte fisiológica y en parte psicológica. Así, sabido es que cualquier estímulo local aplicado a un punto concreto de la piel promueve la inhibición de toda la zona limítrofe, efecto que también producen los estímulos auditivos y retinianos.

Según ciertas condiciones, un sentido facilita la acción de otros, y el estímulo de algunos reduce el umbral de sensibilidad de otros. En 1669, Thomasius Bartholinus sostuvo haber comprobado que los sordos parciales oían mejor a la luz que en la oscuridad, y hace siglo y medio se realizaron varios estudios que parecieron confirmar la impresión de muchos sordos de que la capacidad auditiva aumenta cuando mejora la iluminación. También parece cierto que el umbral de perceptibilidad de los colores es menor cuando se estimula simultáneamente el gusto o el tacto, y que la agudeza de la vista aumenta si se estimula a la vez el oído y el olfato o el tacto. Algunos investigadores aseguran que el período de tiempo que necesita el ojo para adaptarse a la oscuridad —normalmente entre veinticinco y cuarenta y cinco minutos— disminuye bastante si el individuo en cuestión realiza a la vez algún leve ejercicio muscular. Parece ser que entonces los sentidos pueden emparejarse y acoplarse, en condiciones apropiadas, de suerte que trabajan mejor juntos que aislados. Esto tiene sentido en términos de lo que ahora se entiende por procesos de «despertar general» servidos por la formación reticular.

Es concebible, sin embargo, que estos acoplamientos de sentidos no se produzcan por igual en todas las personas. Puede que en algunas los sistemas sensoriales compitan entre sí y en otras cooperen. Hay individuos que cierran los ojos cuando tienen que escuchar a un orador que habla a cierta distancia. Otros en cambio, cuyo oído es no menos bueno, fuerzan sus ojos para acompañar con la vista su audición. En los primeros parece que se da competición o rivalidad entre el oído y la vista, mientras que en los segundos ambos sentidos se ayudan mutuamente.

Cabe suponer que hay una distribución óptima de los informes que entran por el canal de cada sentido, distribución que capacita a los demás sentidos para operar con la mayor eficiencia. Esta hipótesis ha de ser comprobada experimentalmente. Si los hechos la corroborasen, se seguirían consecuencias importantes en varias esferas de la práctica, inclusive en la proyección de películas y en la presentación de otros materiales visivos. El productor tendría que determinar empíricamente los modos de conjuntar en el filme las impresiones visuales y el comentario verbal, si lo auditivo habría de preceder o seguir a lo óptico o si ambos elementos deberían sincronizarse.

Experimentos recientes han patentizado que de los cinco a los once años de edad, en niños normales, aumenta rápidamente la capacidad de hacer comparaciones correctas entre las sensaciones de los diversos sentidos. El método empleado fue el de los parangones intersensoriales. Así, se le mostraba a un niño una figura geométrica y después, moviendo su mano a ciegas tenía que seleccionar de entre unas cuantas formas diferentes, al tacto, la que se pareciera a la que había visto, o viceversa. Esto para comparar la aprehensión visual con el reconocimiento táctil. La información cinestésica sobre una forma dada se obtenía haciendo que el niño alargase el brazo, interponiendo entonces entre sus ojos y su mano una pantalla y llevándole así la mano de tal modo que describiese, sin verla, la forma de una figura geométrica determinada. El niño sostenía entre los dedos un lápiz o una tiza, con lo que la figura en cuestión quedaba trazada sobre un tablero. A continuación, se obligaba al niño a que, sin ver aún lo así dibujado, identificara de entre varias formas visuales o táctiles la descrita de aquel modo por su mano, o viceversa. Parece que ya desde la edad de cinco años a los niños les cuesta muy poco emparejar las informaciones visuales con las ópticas, pero que encuentran alguna dificultad cuando se trata de informes cinestésicos, es decir, de los de sólo movimiento.

Una ampliación de estos experimentos llevó a los investigadores a comparar niños afectados de parálisis cerebral con niños normales de la misma edad. Los ejercicios propuestos tenían que ser en este caso bastante simples, para que estuvieran también al alcance de los niños enfermos. Cada niño tenía que habérselas con una situación de múltiples opciones posibles, en la que debía decidir cuál de tres modelos visuales equivalía a un determinado fenómeno auditivo (por ejemplo, golpes dados sobre un tambor a cada segundo o a cada medio segundo).

Como era de esperar, las capacidades intersensoriales visual-auditivas de los niños enfermos del cerebro se vio que eran significativamente menores que las de los niños normales, aun cuando se compararon grupos de niños de edad mental similar. Esto corrobora la hipótesis, propuesta por sir Charles Sherrington hace ya bastante, de que la tendencia dentro de la evolución ha sido ir pasando de los caminos aislados e independientes a una especie de «casa central de compensaciones y esclarecimientos» (central dearing house) de todos los datos sensibles, donde se interrelacionan y vinculan ampliamente los distintos sentidos. En este supuesto, nada tiene de raro que los niños deficientes, enfermos del cerebro, acusaran una menor capacidad de integración intersensorial que la de los niños sanos.

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